Asociación para el estudio de temas grupales, psicosociales e institucionales

Publicaciones

La formación como experiencia colectiva: memoria y proyecto. M. Baz


La formación como experiencia colectiva: memoria y proyecto

Margarita Baz 


Quiero manifestar en primer lugar mi espíritu de celebración al encuentro, al diálogo, a la concurrencia de deseos de intercambio de las experiencias múltiples y diversas en el eje de los grupos operativos. Me alegro también porque este evento implica una apuesta por la recreación de vínculos que son vitales para acrecentar la potencia de la reflexión y de la acción social en los distintos ámbitos en los que nos movemos. Esta convergencia de voluntades y deseos para abrir un espacio común tiene mucho que ver con el tema que nos ha convocado en esta mesa (la formación y la transmisión), ya que, sin duda, las condiciones sociales y políticas contemporáneas exigen un esfuerzo cada vez más decidido y más responsable para poner al día los esquemas conceptuales con los que operamos y los marcos éticos que orientan nuestras prácticas en el discurrir de la vida cotidiana. 
La cuestión de la formación, en sus múltiples figuras, procesos y temporalidades, me ha interpelado constantemente desde hace muchos años y ha logrado, por suerte, constituirse en un motivo permanente de reflexión, curiosidad y asombro. Pensamiento, práctica e implicación son tres vertientes inseparables de una tarea que me compete de múltiples maneras: como docente, como formadora de psicólogos sociales, como coordinadora de grupos en distintas intervenciones psicosociales, como investigadora del campo grupal e institucional y también como estudiosa y participante en distintos ámbitos de formación, entre otras situaciones que configuran las prácticas en las que estoy comprometida.
El tema de la formación concierne a cuestiones cruciales que exceden con mucho su sentido restringido a los horizontes pedagógicos y didácticos.  Debería concebirse, en cambio, como una trama de procesos constitutiva de la subjetividad, con gran poder de diseminación en los incontables intersticios de la vida social y que van conformando la calidad del vínculo humano orientada hacia lo potencial, hacia el devenir. Por ello la formación es el tema generacional por excelencia, en el que se pone en juego la dimensión de la temporalidad en la vida humana, los tiempos históricos y los tiempos subjetivos, la cadena de filiaciones y su cauda densa de afecciones mutuas tejidas por marcas simbólicas y formaciones imaginarias, que dan cuenta de la puesta en juego de  tradiciones y de la transmisión de saber y experiencias. Todo ello supone herencias y legados que sólo adquieren un auténtico sentido dinámico a través de una confrontación dialógica. En otras palabras, la formación compromete las formas del dar y el recibir en la creación de vínculos e identidades, en procesos de apropiación y transformación, lo que implica una tensión inevitable, quizá una auténtica conmoción que pasaría por interrogar las huellas, armar los diálogos posibles y construir los propios caminos. 
 Toda tarea de formación está conformada por un régimen complejo de prácticas heterogéneas que se despliega en ámbitos diversos y que conjunta tradiciones antagónicas, valores y finalidades en tensión, afecciones y deseos en permanente contradicción. Como trama de procesos densos en los que se juega la transmisión generacional y la recreación permanente de saberes y categorías que nos hacen inteligible el mundo y conforman moralmente a los sujetos –individuales y colectivos- en su posicionamiento ante sí, los otros y el mundo, la noción de formación debe ser motivo de esclarecimiento permanente, de disipación de certezas y de sacudida de la monotonía y del agotamiento, si hemos de preservar la vitalidad que le es inherente en las prácticas que compromete. Las prácticas conllevan un sentido de lo inmediato y lo familiar, por ello corremos el riesgo de no advertir las nociones que las sustentan.De ahí que las preguntas que surgen referidas a esa tarea deberían considerarse  abiertas, alentadas por una reflexión permanente y una vocación crítica, no sólo porque los escenarios sociales han cambiado drásticamente en los últimos años y siguen modificándose, generando nuevas condiciones, sino porque en ese proceso crítico se dirime la lucha por la autonomía, la construcción de condiciones para que las práctica de formación apuntalen la fuerza de transformación social.  
 Las nociones de formación adquieren cuerpo y eficacia en las prácticas, en el hacer cotidiano. Las formas de actuar remiten a maneras de pensar, a imaginarios sociales que de no ser motivo de una elucidación permanente, pueden conducir a extravíos del sentido y de las finalidades de la formación.  En esta perspectiva, estamos atestiguando en distintos ámbitos, y en particular en aquel que debería ser prototipo del resguardo de la potencia y los alcances de la formación como es el de la universidad pública donde desarrollamos buena parte de nuestras tareas, que la noción de formación se degrada y empobrece y, en conformidad con la lógica del mundo empresarial, se confunde con capacitación y eficiencia según parámetros establecidos extrínsecamente; al mismo tiempo que se impone un academicismo miope que se precipita en una lamentable cauda de narcisismos, autoritarismo e intransigencia en las tareas de “formación” y se afianza un uso despótico del poder, al que sólo podemos verlo como cómplice, ideológicamente, del sometimiento y empobrecimiento de nuestras poblaciones.  Y, particularmente, se “enrarece el vínculo colectivo” (Mier) y se extingue la generosidad, que es sin duda la condición moral que funda los procesos de intervención en tareas de formación. Me refiero a la generosidad intelectual, en el sentido que le atribuye Raymundo Mier, que “es compartir la experiencia, desalojarla de la idea del saber como posesión privada, y es confianza en el potencial del prójimo, del que se acerca a aprender, a desarrollar su capacidad de entender su mundo y a sí mismo”. En el colmo de la paradoja, en los procesos de formación especializada (posgrado) de psicólogos sociales de grupos e instituciones, el trabajo grupal (en modalidad de grupos de reflexión) ha venido en los últimos tiempos a ser insistentemente descalificado y hecho depositario de todo tipo de sospecha; así se van minando las condiciones para sostenerlo como elemento esencial de un dispositivo de formación en un campo que apunta a lo grupal e institucional en sus horizontes de investigación e intervención.
 Lo señalo como un ejemplo patente de la relación inseparable entre la subjetividad y los procesos sociales y culturales, y la forma insidiosa y perniciosa en que el avasallamiento de los valores que sostienen el dominio del capital, las corporaciones y la ganancia, se expresan en los vínculos, en la forma de una pérdida de la experiencia de lo colectivo y en una complicidad –frecuentemente no consciente- con la lógica de un mundo insolidario, tal como ha sido documentado ampliamente por pensadores del mundo contemporáneo. Esto apunta a señalar que no basta con  establecer conceptualmente nociones que orienten nuestras prácticas y considerarlo una tarea cumplida, sino que es esencial pensarnos críticamente al interior de nuestras experiencias de formación en un intento de construir permanentemente formas de acción que sean consistentes con finalidades que contemplen un horizonte ético y político.
 Si la vemos desde la perspectiva de la psicología social, la reflexión sobre los procesos de formación, sus marcos conceptuales, referenciales y operativos, es una tarea que tiene que asentarse en una crítica de la vida cotidiana, como lúcidamente lo planteó E. Pichon-Riviére. Podríamos decir que la formación es también la apuesta crucial de una psicología social que ve en el trabajo grupal operativo una vía privilegiada para el despliegue de una colocación crítica con respecto a la compleja red de vínculos con el campo institucional y social más amplio que gravitan sobre su tarea. Siguiendo a M. Percia, pensamos en lo grupal como la invención de un tiempo para forjar una historia que le dé sentido a la vida cotidiana desde una creación de memoria y de futuro.  La formación es una tarea crucial en ese proceso de subjetivación que es historización y sentido.  Desde esta concepción, la formación tendría que pensarse como una articulación de tres nociones: proceso, grupalidad y finalidad, que se conciben inscritas en un devenir.  Es decir, la idea de formación que sostenemos expresa una finalidad de autonomía, es decir, de acrecentamiento de las posibilidades de acción e intervención de los sujetos sobre sí en su proyección sobre el mundo.  Esto involucra un sentido de proceso –que es movimiento, temporalidad, devenir-, dimensión de grupalidad –que es enlace y desenlace, construcción y rearticulación de vínculos- y compromiso –que es una modalidad de vínculo que actualiza lo que se ha llamado llama “el sentido de los otros”  , que no es otra cosa que la presencia en mí de la sociedad que me funda y sostiene.
 Puedo decir sintéticamente que esta idea de formación -inspirada decisivamente en la experiencia de los grupos operativos-, implica que la formación involucra dos vertientes inseparables: conocimiento e historicidad.   Por otro lado, sostiene que el trabajo grupal operativo, en la medida en que pone en juego ambas vertientes, es una estrategia privilegiada para la formación.   Al plantear que el conocimiento y la historicidad constituyen dimensiones que se alimentan mutuamente, queremos decir que la creación de sentido del mundo en función de la incorporación de saberes y técnicas tendría que sustentar el sentido de los otros, es decir, producir un efecto de subjetivación que me llevan al otro.  Toda formación es así, una experiencia colectiva y una experiencia de lo colectivo, y en ese sentido, la formación compromete invariablemente el universo de nuestros vínculos.  Me acercaré brevemente a tres líneas de reflexión para recrear esta noción de formación: la formación como creación, formación y grupos y formación y autonomía.

La formación como creación. La formación tendría que ser concebida invariablemente como proceso en el que concurren múltiples potencias cuya característica es la de constituirse en relación, el de estar apuntaladas en el vínculo social.  La formación remite a movimiento, a tránsito, verificado en un campo de experiencia, abierto por definición, y en tanto tal es en buena medida imprevisible.  Esto significa una cuota de azar, de indeterminación, de creación de experiencia y de vínculos siempre en transformación. La formación se realiza cuando una trama de vínculos logra impulsar el sentido abierto y expectante del cruce de umbrales, del tránsito de lo conocido adormecedor a un despertar que genera fugas y derivas impredecibles. En el plano de la experiencia, los umbrales –del latin liminares- apuntan al extrañamiento profundo de los límites, que si bien hacen inteligible el mundo resguardan fronteras que cada tanto devienen inoperantes ante las exigencias de la situación presente; anuncian, por tanto, formas de sentir, pensar y actuar, cualitativamente distintas a las habituales.  Las subjetividades acusan las huellas de la sacudida; se trata de lo liminar, del “reino de la posibilidad pura”.  En la medida en que formación no es equivalente a adiestramiento, a producción de resultados establecidos de antemano, y menos aún a la reproducción de conocimientos y valores, la sobre-planificación no es otra cosa que un recurso defensivo, coartada para controlar la incertidumbre y la necesidad de una búsqueda constante en los procesos de formación, aspectos cruciales que vulneran la esperanza en su estabilidad y permanencia.   No queremos decir con esto que renunciemos a diseñar estrategias didácticas, a inventar modos de sistematizar y organizar el acceso a los saberes especializados y plantear las formas de evaluar que conciernan a las tareas de formación; sólo indicamos que tales planificaciones son siempre provisorias, buenos propósitos que pueden favorecer –en el mejor de los casos- los procesos pero que no garantizan una formación, y que responden a lógicas y a formas de control institucionales.  La transmisión de experiencia, la disciplina en el estudio, la rigurosidad metodológica en la construcción de indagaciones, son recursos importantes en un proceso de formación, pero no parecen ser suficientes para concebir una tarea que desborda incluso la ilusión de méritos individuales.  Consideramos que es una tarea realizada en comunidad, en el acrecentamiento de potencias que involucra la dimensión ética como condición de vínculo humano.      
  Por ello distinguimos relación de vínculo.  La relación opera en el campo simbólico (figuras maestro/alumno, coordinador/integrante de grupo), pero el vínculo es otra cosa, “es del orden del encuentro” . Y al decir encuentro rescatamos la idea de formación en su vertiente de enlace, de vínculo que abre la posibilidad de creación de algo nuevo, en un engendramiento recíproco de nuevas miradas y de una mayor inteligibilidad de sí mismo, de los otros y del mundo, una experiencia colectiva y de lo colectivo, y no una concepción  lineal de alguien que enseña y otros que aprenden. 
 La formación se ubica en la perspectiva de regulaciones simbólicas y de identidades, establece un campo de interacción, pone en juego procesos de apropiación, instaura un presente relativo a un momento y lugar y se regula por un contrato (encuadre) en una red de ámbitos y relaciones .  Los espacios de formación dan cuenta de una multiplicidad de fuerzas divergentes, de normas y valores heterogéneos, de tiempos e historias múltiples.  Cuando miramos la formación como procesos abiertos, cruciales en el devenir social y subjetivo, entonces tenemos que dirigir nuestra reflexión hacia una dinámica que se juega en una tensión continua entre fuerzas que estabilizan y otras que promueven cambio y singularidad, lo que exige reconocer esa dinámica, examinar su emergencia, las formas que adopta, las intensidades que genera y los desenlaces que van marcando una historia colectiva.   No hay procesos de formación y vínculos estables; sería una contradicción de principio.  Por el contrario, así como la formación es constitución y ruptura, apropiación de herencia cultural y transformación, es experiencia y recreación de vínculos en la complejidad de las tramas que la constituye.  De aquí pasamos a una segunda línea de reflexión.

Formación y grupos.  Si bien la formación involucra formas intersubjetivas como hilos de transmisión de la trama del vínculo humano, creo que sin duda la temática de la formación no puede obviar el día de hoy un análisis específico desde el ámbito de lo grupal y la experiencia que hace posible.  Siempre tengo muy presente la insistencia de Armando Bauleo en distinguir noción de grupo de experiencia de grupo, distinción crucial que pone de relieve, más allá de la labor de conceptualización como tarea inherente a los estudiosos de los grupos, a la condición de la experiencia como creación de vínculos en movimiento a partir del estar juntos para algo, del actuar y pensar juntos en un recorte espacio-temporal específico. 
 Es la dimensión del encuentro gestando una existencia colectiva, el ser con otros, una formación imaginaria y simbólica donde cada uno cuenta y es contado (por aquello de la experiencia en grupos pequeños, a diferencia de otras experiencias con colectivos numerosos).  Un vínculo grupal (es decir, de un grupo que está activo en nuestra experiencia cotidiana) nos da consistencia subjetiva; esto significa, a nivel simbólico, sentido de pertenencia y una experiencia de temporalidad que establece ritmos, presencias y ausencias y una expectativa abierta por una tarea común.  A nivel imaginario, el grupo es aquel con el que me encuentro, pero también es una presencia fantasmatizada, un elemento que es parte de la dinámica intrasubjetiva.  A nivel de lo real es una fuerza que da consistencia al lazo común.  Un elemento fundamental del vínculo grupal es el plano libidinal que se actualiza en forma de identificaciones, transferencias, afecciones y pasiones diversas según el imprescindible aporte freudiano a la comprensión de la grupalidad.  Cuando la dimensión de la grupalidad comienza a edificarse, entonces un proceso formativo es posible, afirma J:C. de Brasi, cuya noción de un grupo-formación destaca la fuerza radical del movimiento productivo inconsciente, y dice así: “un grupo-formación es un proceso desencadenado por los cruces y anudamientos deseantes entre miembros singulares reunidos témporo-espacialmene para impulsar ciertas finalidades comunes” .   Sólo desde el deseo se inscribe una historia, y desde la formación nos preguntarnos ¿cómo se inscribe una historia grupal y en qué medida convoca a rearticular y repensar los vínculos con el mundo?  
 La experiencia grupal como trama vivencial, inscribe huellas que van forjando modos de relación con el tiempo, que no serán una representación lineal de lo acontecido, sino una memoria que late, que pulsa orientando y ordenando las formas del deseo, fuerza de enlace con el mundo y con los otros, en los avatares de la vinculación y el repliegue.   La memoria tiene que entenderse como colectiva (como bien lo estableció M. Halbwachs  décadas atrás) porque no hay recuerdo sin los grupos que transitamos, sin los marcos referenciales que le dan sentido a una historia singular.  Y desde Freud, reconocemos que somos una sedimentación de los vínculos significativos, una trama compleja de grupalidades que habitamos y que nos habitan, siempre en un sentido dinámico de transcripción y no como representaciones lineales de situaciones reales.  Y en la medida en que formación es inscripción, es producción de subjetividad que abre nuestras potencialidades de estar y de proyectarnos en el mundo, la formación es simultáneamente un conjunto de procesos que pone en juego calidades y “modos de historización” (Galende ), es decir modalidades de conciencia de pertenecer a un devenir de la humanidad, sentido de los otros que implica una ética que compromete más allá de la esfera de relaciones vivida como propia, en síntesis, calidades del vínculo social.  
 En una experiencia de grupo (que naturalmente implica trascender la ocasión de simples agrupamientos) la formación puede mirarse desde una perspectiva dramática, es decir desde la escenificación de situaciones y obstáculos que son paradigmáticos de los procesos de cambio, fundamentales de elaborar en el grupo para que la formación se revista de esa comprensión de la trama social que se juega en toda situación concreta y de los mecanismos que se generan desde el poder y desde lo inconsciente.  Sólo así nos podremos introducir en la generación incesante de divergencias, contradicciones, paradojas, ilusiones, pero también potencia, fuerza, iluminación.  Desde esta mirada del drama cotidiano, las situaciones ordinarias pueden convertirse en extraordinarias, si logramos captar las batallas que se dirimen entre repetición y cambio, historización o narcisismo.   Es el horizonte común, la pertenencia a una colectividad, el que le da sentido a las acciones aisladas.

Formación y autonomía.  Decíamos que un proceso realizado de formación potencia y amplia las capacidades de autonomía. La posibilidad de trascender las formas estereotipadas de pensar y actuar, de generar visibilidad sobre las formas de regulación social que involucra normas, prescripciones, valores, lugares, legitimaciones, jerarquías, exclusiones, etc., así como de remontar los mecanismos de naturalización, las disociaciones y demás obstáculos del proceso de aprendizaje grupal, supone una tarea de enrarecimiento de lo conocido, de los marcos de seguridad y una creación de sentido. Esta no es una tarea que se hace en aislamiento, es una tarea que compromete la idea de sujetos colectivos.  Por ello, la autonomía, que apunta a la anticipación y prefiguración de un futuro que transforme las múltiples sujeciones y laberintos de sometimientos hacia nuevos pactos de colectividad, tiene como horizonte la dimensión del proyecto. Entendamos que no hay proyecto individual (que requeriría suponer al individuo como una esfera aislada); todo proyecto es estrictamente colectivo. La autonomía no podría ser un asunto individual, compromete a lo colectivo y a las grupalidades; por ello es creación, transformación, historicidad, como “destino del vínculo entre sujetos”, del vínculo grupal y más allá.   Compromete el futuro aunque es un movimiento que se actualiza y se realiza en el momento presente, así como el presente reinventa permanentemente la memoria colectiva.
  Hablar de autonomía como finalidad de los procesos de formación es introducir una tensión que es la responsabilidad no sólo frente a los otros de nuestro entorno cotidiano, sino frente a todos los otros, pasados, ausentes, desconocidos, incluso futuros; es una idea de otredad radical (que desarrolla E. Levinas, entre otros), ya que por un lado, al decir responsabilidad nos coloca en una posición extrínseca, diferenciada y, por otro lado, a la vez nos afirma como formando parte de la humanidad.  Galende (1992) lo llama “el sentido histórico”.
 La experiencia subjetiva moderna, en el repliegue generalizado del lazo social al individualismo, no parece favorable a la experiencia de lo colectivo, al desarrollo de un sentido de pertenencia y responsabilidad con la comunidad humana y sus destinos. Cuando en el campo de las prácticas de formación insistimos en interrogar sus finalidades, apuntamos a la necesidad urgente de crear en los distintos ámbitos y colectividades implicadas los sentidos de estas prácticas en su conexión con la vida, en la perspectiva de un sentido histórico como matriz cultural simbólica. Esa es nuestra apuesta.


Para descargar este fichero, haga clic en el enlace abajo. O si prefiere guardarlo, haga clic derecho sobre el enlace y elija "Guardar destino como..."

Formación-MBaz


 

Volver a Número Especial 1